LOS LOROS DISFRAZADOS
En un valle vivían dos hermanos, un chico y una chica que al ver que la corriente les alcanzaba, corrieron a protegerse en la cima de una montaña. Allí, en las alturas, encontraron una cueva seca y confortable que se convirtió en su improvisado refugio hasta que pasara el peligro.
Una vez dentro se acurrucaron para darse calor y contemplaron atónitos cómo los ríos de agua subían monte arriba a gran velocidad. Más que ríos parecían largas y gigantescas serpientes reptando peligrosamente hacia la cumbre.
Sintieron verdadero pánico al ver que en cualquier momento el agua desbordada podía alcanzarlos, pero por suerte ¡la montaña era mágica! Como si tuviera vida propia, cuando el agua estaba a punto de rebasar la cueva, la cumbre se elevó hacia el cielo. No una sino varias veces la montaña creció a su antojo para ponerlos a salvo y los hermanos dejaron de tener miedo.
Eso sí, tuvieron que enfrentarse a otro grave problema: a medida que pasaban las horas tenían más y más hambre. Se encontraban en una cueva sobre el pico de una montaña altísima rodeados de agua, lo cual suponía un inconveniente porque no había ningún lugar donde buscar alimento.
Aguantaron mucho tiempo sin probar bocado, y cuando estaban a punto de desfallecer, dejó de llover.
– ¡Mira, hermanita! Parece que las tormentas y las lluvias han llegado a su fin, pero todo a nuestro alrededor sigue inundado. A ver si bajan pronto las aguas y podemos volver a casa.
– Sí, pero mientras tanto ¿qué comeremos?… Llevamos varios días sin llevarnos nada a la boca y yo ya no aguanto más.
Su hermano la miró con tristeza y la abrazó, pues para eso no tenía solución.
– Lo siento pero solo nos queda confiar en que el agua desaparezca rápido para poder bajar la montaña y buscar algo que comer.
Esa noche la pasaron como siempre arrimados el uno al otro para no pasar frío. Al amanecer, un rayito de sol se coló por la cueva y despertó a la muchacha. Abrió los ojos y su corazón empezó a latir con fuerza.
El joven se sobresaltó.
– ¡Madre mía!… ¡Pellízcame por si todavía estoy soñando!
¡No se lo podían creer! Algún desconocido se había colado en la cueva mientras dormían y había colocado un montón de platos rebosantes de apetitosa comida sobre un mantel fabricado con hojas. Carne, mazorcas de maíz, fruta fresca… ¡Jamás habían imaginado poder darse semejante festín en esa horrible situación!
Se lanzaron sobre las viandas como lobos hambrientos y empezaron a devorarlas. Comieron hasta que estuvieron a punto de reventar y después se tumbaron boca arriba, con las manos extendidas y una sonrisa de oreja a oreja.
– ¡Ha sido la mejor comida de mi vida, hermanita!
– ¡Ay, qué rico estaba todo! Me pregunto quién la habrá traído… ¿Tal vez alguien que nos vigila?
– No tengo ni idea ¡Todo esto es muy extraño!
– Sí, lo es. Esta noche nos quedaremos despiertos por si vuelve y le daremos las gracias.
Esperaron impacientes a que terminara el día y la luna llena apareciera en lo alto del cielo. Entonces se agazaparon tras una roca que había en la cueva y protegidos por la oscuridad esperaron la visita del misterioso benefactor.
De repente oyeron unos extraños ruiditos y de entre las sombras surgieron cinco guacamayos disfrazados de humanos.
¡La visión fue impactante para ellos! ¡Quienes les habían dejado la comida eran cinco loros que iban cubiertos con ropas de personas!… ¡Y volvían cargados con más alimentos!
Estupefactos, salieron de su escondite para darles las gracias, pero cuando los tuvieron cerca, comenzaron a desternillarse de risa ¡Tenían una pinta tan graciosa y estrambótica que era imposible aguantar las carcajadas!
– ¡Ja, ja, ja! ¡¿Pero qué hacen estos guacamayos vestidos así?!
– Sí… ¡Ja, ja, ja! ¡En mi vida he visto cosa igual! Se ve que vienen de una fiesta de disfraces o algo así.
Al escuchar las burlas, los guacamayos se sintieron muy ofendidos. Sin decir ni palabra se miraron a los ojos y se largaron volando en un abrir y cerrar de ojos.
Los chicos salieron disparados hacia la entrada de la cueva y comenzaron a gritar con lágrimas en los ojos.
– ¡Oh, no, no os vayáis por favor! ¡Sentimos mucho haberos disgustado!
– ¡Por favor, volved! Nos salvasteis la vida y os lo agradecemos muchísimo ¡Os lo suplico, perdonadnos!
Los guacamayos ya surcaban el cielo muy cerca de las nubes cuando el viento les llevó el llanto desconsolado de los hermanos. No pudieron evitar sentir mucha pena por ellos y como eran animales de buen corazón, hicieron una pequeña pirueta en el aire y regresaron a la cueva de la montaña.
– ¡Gracias por volver, amigos! Hemos sido muy desconsiderados con vosotros y os prometemos que no volverá a suceder.
– Mi hermano tiene razón… ¡No volverá a suceder!
Los guacamayos se sintieron valorados y supieron perdonar. Desde entonces empezaron a acudir cada día a la cueva, siempre disfrazados de personas, cargados de comida que los chicos engullían con auténtico placer.
El tiempo fue pasando y el nivel del agua que lo cubría todo fue descendiendo poco a poco. El sol, cada vez más brillante e intenso, ayudó a secar la tierra y a que el paisaje recuperara el esplendor de antaño.
Por fin, una mañana los dos hermanos descubrieron que los ríos habían vuelto a su cauce y la ladera de la montaña volvía a estar a la vista ¡No quedaba ni rastro de la inundación!
Esperaron a que las aves fueran a visitarlos y el muchacho les anunció con emoción:
– Es hora de que regresemos a casa y reanudemos nuestra vida. Os vamos a echar mucho de menos… ¡Sin vosotros no habríamos podido sobrevivir!
Su hermana también estaba conmovida.
– ¡Ojalá pudierais venir con nosotros al poblado, queridos guacamayos!
Se despidieron de los generosos animales con lágrimas en los ojos y comenzaron a descender la montaña donde tantos días habían pasado.
Caminaron unos minutos cuesta abajo y echaron la vista atrás con melancolía ¡Su sorpresa fue mayúscula cuando vieron que los cinco guacamayos les seguían como perritos falderos!
El chico exclamó entusiasmado:
– Mira, hermana, se ha cumplido tu deseo… ¡Se vienen con nosotros!
Los dos continuaron felices con la pequeña comitiva detrás, y al llegar a su poblado ¡oh, sorpresa!…Los guacamayos se transformaron en seres humanos de verdad ¡Sin duda, al igual que la montaña, ellos también eran seres mágicos!
Según cuenta esta antigua leyenda, los loritos eran en realidad dioses de la selva que, hartos de disfrazarse de personas, decidieron seguir a los hermanos al pueblo y adoptar forma humana de verdad para vivir entre hombres y mujeres de carne y hueso.
Y también cuenta la leyenda que se integraron muy bien con sus nuevos vecinos, formaron parejas y tuvieron hijos que heredaron la belleza y los poderes de sus antepasados, los hermosos guacamayos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario